lunes, 23 de marzo de 2015

Australia, Tasmania y Nueva Zelanda

* Podéis ver la versión en eukera / Eusakarazko bertsioa: EH-X-pedizioak

El viaje más largo de los que ha hecho Aitor...¡y el más lejano! 7 meses explorando la otra punta del mundo, en bici y también a pie haciendo algún que otro trekking. Os dejamos aquí lo que fue su experiencia.

Australia:



Australia, Terra Australis, un trozo de tierra que está al otro lado de este planeta, y que quizás por esa distancia que nos separa, sea un mundo tan diferente del nuestro… Colosal, inmenso! Para entender mejor la inmensidad de ese cuarto continente, hay que tener presente que es del tamaño de Europa Occidental; en su lado centro-norte, por ejemplo, se encuentra el Territorio del Norte, un casi-estado que abarca el espacio de tres veces la Península Ibérica, y que sin embargo está en su mayoría deshabitado, con una población no superior a la de Gasteiz.

Casi el 90% de esa mega isla es un desierto; dato importante a la hora de entender esa parte del mundo y a las gentes que la habitan. Todo el extremo del continente lo constituye una franja de vegetación no muy profunda, de unos 70 km, mucho más verde que el abrasado interior. La zona norte de esa franja tiene un clima subtropical, con temperaturas de entre 40 y 45 ºC, y una humedad ambiental que casi permite nadar según se camina; para hacernos una idea de las condiciones de humedad, la sensación de frescor y limpieza después de una ducha finaliza antes incluso de haber cogido la toalla para secarnos.




Australia es el segundo continente más árido después de la Antártida. Esta ausencia de precipitaciones implica que el interior del continente sea en su mayoría un inmenso mar de arena de un color rojo intenso. Cabría pensar que se trata de un paisaje un tanto monótono, pero no lo es en absoluto. Nada más dar la espalda a la costa, oleadas de paisajes diversos rompen ante nosotros. De hecho, el paso de una franja de vegetación a otra es bastante rápido, con frecuencia incluso al ritmo de la de dos ruedas.

De vez en cuando el paisaje que se dibuja ante ti es tan intenso, tan lleno de color y sensaciones que mas que estar viajando por un mundo físico y real parece que te encuentras en una irrealidad paralela, una ensoñación fruto de, tal vez, un exceso de imaginación…


Como en otros viajes anteriores, en esta ocasión también elegí la bicicleta, ya que gracias a este medio de transporte es posible aunar dos verbos que, en principio, parecen imposibles de mezclar: "pasar" y "estar". De hecho, con la bici, como la velocidad es tan pequeña, tienes tiempo de percatarte de los cambios que se van produciendo a tu alrededor y en el paisaje y tienes una relación más cercana con todo. En conclusión, si has pasado por un sitio, a pesar de no haberte bajado de la bici, has estado en ese sitio.



Los primeros días los pasé en Darwin, capital del Territorio del Norte. Una ciudad no mucho mayor que Abetxuko de Araba. Allí compré una bicicleta híbrida y busqué información sobre ese desproporcionado universo que se extendía ante mí y que pretendía atravesar junto con la recién adquirida: 4,000 km de desierto muy poco poblado. 

El primer día empezó antes de que ameneciera, pues esa noche no dormí muy bien debido a una duda instaurada en mi cabeza: "¿Aguantará bien el remolque? ¿O sucumbirá a los 40 kg. de peso y se romperá?"

Me levanté temprano y por el camino pude conocer los "trenes de la carretera": unos famosos camiones gigantes. Después de tener que acordarme de la madre de algunos de los conductores, mi sorpresa vino cuando el conductor de un todoterreno que estaba en el arcén de la carretera me ofreció una cerveza...en aquel horno de 45 grados fue el mayor lujo que podría imaginar. El día acabó 92 km y dos cubos de sudor después y ante mí, para rematar, la segunda cerveza del día y una bolsa de patatas fritas que duró menos que un caramelo en la puerta de un colegio.



Antes de partir ya era consciente de que hasta que no estableciera una rutina lógica me iba a tocar sufrir, puesto que esos primeros días iban a estar llenos del binomio prueba-error. Efectivamente, los primeros días no fueron especialmente sencillos. Eran varios los factores que iban a hacer el viaje menos llevadero: largas distancias entre las zonas donde aprovisionarme de agua; altas temperaturas, entre 40 y 45 C., y más alta, si cabe, la humedad ambiental que me obligaba a beber 12 litros de agua por cada 100 km; viento que sobre todo iba a soplar de frente; tráfico... Pero, por ejemplo, no podía imaginar que un pequeño enemigo alado iba a hacer que la experiencia fuera todavía más tortuosa. En efecto, la compañía nada grata de unas moscas tan fieles a mi presencia como perseverantes, hizo que desempolvara todos los improperios que conservaba bajo el pañuelo. Eran unas moscas de proporciones generosas que aparecían por cientos tan pronto como intentaba cobijarme bajo alguna sombra. La única forma de librarse de ellas era dejarlas atrás de nuevo en marcha, pero ni por esas.


Esta circunstancia, aliñada con el tufo de decenas de canguros que por ultima vez osaron cruzar la carretera, hace que la experiencia cicloturista durante ese lapso sea mas vocacional que vacacional; tal y como decía alguien por ahí: “los problemas del directo”.


El recorrido en sí mismo consistió en dejar a mis espaldas Darwin para adentrarme en Kakadu, el parque natural más importante de la zona; de allí me dirigí hacia el centro geográfico de ese continente, hacia “el interior rojo”. Efectivamente en esa zona es el rojo el color que prevalece en todos sus matices. Justo en el medio exacto de ese mundo visité una inmensa roca que sigue siendo sagrada para los australianos de siempre: Uluru. En la distancia según me aproximaba en le bici parecía más bien un OVNI gigantesco recién aterrizado en medio de esa llanura sin fin. Pero una vez junto a ella, tan sólo era comparable a una inmensa catedral natural, uno de los pilares de la Tierra, hoy día parcialmente erosionado.




De vez en cuando el paisaje que se dibuja ante ti es tan intenso, tan lleno de color y sensaciones que mas que estar viajando por un mundo físico y real parece que te encuentras en una irrealidad paralela, una ensoñación fruto de, tal vez, un exceso de imaginación…

En otras ocasiones, la perspectiva es más similar a la de una hormiga; te sumerges en un túnel de vegetación sin apenas variaciones que al son de los dos pedales puede alargarse durante días.





Del centro seguí mi camino hacia el sur, hasta ver el mar. En la orilla sur una ciudad con nombre de mujer: Adelaida. Allí viví un enorme cambio: pasé de la soledad del desierto a estar inmerso en un océano de hormigón, un hormiguero de gentes donde me sentía más solo que en la infinidad de las arenas. Por eso mismo, sin prolongar demasiado mi estancia, partí de Adelaida hacia Melbourne siguiendo la costa a lo largo de La Gran Carretera Oceánica. Una carretera no tan grande, pero que sí permite unas majestuosas vistas desde la misma. La más espectacular, quizás, la constituían una serie de rocas inmensas junto a la orilla que los locales conocen como los “doce apóstoles”.



Una vez en Melbourne, la principal metrópoli del extremo sureste, después de andar dos días perdido por sus calles, tocó cambiar de medio de transporte. Así que, tras una noche en ferry, llegué a Tasmania.




Tassie

 



Justo en las Antípodas de Euskal Herria, al otro lado de esta canica espacial en la que habitamos, se encuentra Tasmania, una isla a la deriva entre el continente australiano y la Antártida. Tiene una superficie de unos 60,000 km2; más o menos del tamaño de Irlanda.


Tasmania es una esmeralda en medio del océano: una tercera parte de su territorio es patrimonio de la humanidad. En su rincón noroeste se encuentra la mayor mancha de selva templada del hemisferio sur. Con una población humana de medio millón, tiene rincones tan remotos como ya no los hay en este mundo. De hecho, en opinión de más de uno puede que alguno de esos lugares jamás haya sido pisado por el hombre blanco. Un ejemplo de lo remoto que puede llegar a ser la misma es el número, nada desdeñable, de montañeros y montañeras que ha desaparecido sin dejar rastro alguno.


Tasmania es en sí misma lo que en Oriente se conoce como “ying-yang”: una tierra de contrastes. El casi medio millón de personas que viven en sus tres ciudades más importantes, Hobart, Devonport y Launceston, contrasta con los diminutos pueblos del interior y con esas enormes superficies de terreno sin población alguna. Las dos caras de la isla, la este y la oeste, son otro claro ejemplo de esa ley del contraste que rige por estos lares. Al este una tierra más llana, con menos bosques pero salpicada de playas dignas de estar en el Caribe. Al oeste una costa más abrupta, boscosa y lluviosa. Por último, dentro de ese binomio de opuestos están los paisajes ganaderos y agrícolas totalmente desprovistos del manto forestal que los cubría, frente al bosque original, una selva templada, rica en verdes fosforitos digna de ilustrar cualquier cuento de hadas.



 En esa isla color esmeralda pedaleé a lo largo de sus costas en el sentido de las agujas del reloj y una vez en el extremo norte, puntual-puntual, bajé por sus carreteras del centro. Además de la bici allí me puse las botas, y además de sus carreteras, caminos y caminejos, a lo largo de sus senderos conocí las montañas, selvas y lagos que la hacen tan especial.



Es de mención obligada la historia "oscura" de esta isla:

La historia de sus gentes, unas 5,000 personas que vivían en sus costas, montañas y selvas en armonía con todo lo que les rodeaba, se vio truncada con la tardía invasión de unos bárbaros occidentales que a golpe de hacha intentaron crear una segunda Inglaterra. En opinión de los colonos ingleses, tres eran los elementos que entorpecían dicho progreso: las selvas que cubrían la isla y los habitantes de las mismas: los aborígenes y el tigre de Tasmania.



La mayor parte de la isla fue despellejada quedándose sin ese manto de vegetación que la protegía. Posteriormente a golpe de mosquetón cayeron todos esos bellos ejemplares de felinos marsupiales, con reminiscencias de cánidos rallados: los tigres tasmanos. Igual suerte corrieron los habitantes originales de esa parte del mundo; uno a uno se les fue abatiendo. A los que se resistieron se les engañó con promesas de riquezas infinitas, y a los últimos que quedaban se les dio caza en una macro-batida a la que se denominó la “Línea Negra”. En el transcurso de esta acción que en términos actuales posiblemente se tildaría de “humanitaria”, una milicia constituida por 3,000 colonos formó una barrera humana que peinó toda la isla. Como resultado de esta batida únicamente 135 aborígenes fueron capturados con vida. Todos ellos fueron deportados a una isla llamada Flinders, donde en menos de cuatro años murió la mayoría de esos aborígenes capturados, como fruto de la desesperación, las enfermedades y las duras condiciones de ese supuesto paraíso en el que iban a vivir. La última superviviente, a la que llamaban “reina”, Truganini, una vez fallecida, fue disecada y conservada en el museo de Tasmania hasta que finalmente en 1976 sus restos fueron incinerados y esparcidos en una de las bahías de la isla, tal y como ella misma había solicitado como última voluntad.


Esta desgraciada interacción entre europeos y tasmanos fue en sí misma un auténtico genocidio, pues entre 1793 y 1876 los colonos europeos ya habían exterminado a los habitantes originales de la isla a los que consideraban poco más que alimañas.

Paradójicamente, el hecho de que desde 1793 marinos británicos y estadounidenses raptaran a mujeres aborígenes para convertirlas en esclavas sexuales, ha permitido que descendientes con sangre aborigen y europea hayan llegado hasta nuestros días. Hoy día son varios miles que siguen luchando por el reconocimiento de sus derechos territoriales.


Michael y Tamami no podían faltar en esta entrada...ellos saben por qué.

Nueva Zelanda

Los últimos tres meses le tocó el turno a un país vecino: Nueva Zelanda. Otra dualidad. En este caso las que la integran son la isla del norte y la del sur. Tan diferentes entre ellas mismas como complementarias.



La isla del sur está menos poblada con una zona este más seca y la otra, la oeste, mucho mas húmeda y verde, de un verde de selva ancestral. Los paisajes son asímismo de dos tipos: la mayoría de la superficie lo constituye un entorno nada exótico de fuertes reminiscencias europeas; desde la bicicleta casi todo lo que se divisa son verdes prados perfectamente vallados, con sus inquilinas, blancas ellas como la nieve, devorando parte de ese verde vegetal. Lo que no ocupan los prados lo hacen los pinares. En definitiva, en no pocos momentos tenía la impresión de estar viajando entre Gipuzkoa y el norte de Nafarroa.


El segundo tipo de paisaje mucho más primario y natural se da únicamente dentro de los límites de los parques naturales, hoy día una pequeña porción de lo que fue, este tipo de paisaje húmedo y selvático, duro y evocador. No es de extrañar que fuera el contexto ideal donde grabar la película basada en la obra de Tolkien; de hecho, un amigo comentaba que en cualquier momento era de esperar la aparición de horcos de entre la espesura. Por encima de esos bosques se erguían unas montañas, en apariencia, quizás primas de las de los Alpes Europeos. Un relieve nuevo, compacto y extremo tan diferente del australiano, mucho más erosionado, suave y fragmentado.



En Nueva Zelanda, al igual que en Tasmania, además de la bicicleta, fui conociendo algunos de sus rincones más remotos siguiendo senderos compartidos por cabras y alpinistas entre otros. Mochila o alforjas a cuestas, según las circustancias, desde Christchurch, capital de la isla del sur, después de bajar al extremo sur de esa isla, todo fue subir hacia el norte siguiendo la costa oeste; hasta finalmente llegar a Auckland.




Algún montañero despistado posiblemente definiría esta experiencia híbrida como otro 8,000 plus. Pues, aunque no comparable en esfuerzo, los km totales míos en horizontal, 9,500, se aproximan a los metros en vertical que tantos montañeros y montañeras de Euskal Herria han culminado con mucho mayor mérito.





Una última reflexión

A lo largo de este periplo al ritmo de las botas de monte y los pedales, en más de una ocasión se me ha pasado por la cabeza que los viajeros, o por lo menos los que viajamos, un buen día decidimos partir y dejamos detrás casi todo lo que tenemos y parte de lo que somos. A nuestras espaldas quedan la familia, el o la compañera, la cuadrilla, la comida de la amatxo, este pequeño país que se nos desparrama a ambos lados de los Pirineos, esos más o menos pequeños detalles tan nuestros que en el día a día casi ni somos conscientes de que siempre están ahí … Es mucho a lo que renunciamos, pero al mismo tiempo nos da una tranquilidad casi infinita el saber que ese presente habitual lo hemos dejado prácticamente congelado en la distancia y que podemos volar de vuelta, con más o menos gloria, en cuestión de horas.


¡Hasta la próxima!

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